Una experiencia de cuarenta años

Sor Rose Melculangara

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El llamado

Mi vocación a la vida paulina ha sido un gran descubrimiento porque nunca había visto ni escuchado hablar en India de las Hijas de San Pablo. Hoy, a distancia de muchos años, mientras pienso en el camino recorrido, agradezco a Dios por las «abundantes riquezas de gracia y de misericordia» que he recibido.

Dentro de mí la semilla de la fe y el deseo de ser una “misionera” han sido fuertes desde la juventud; por esto no temía afrontar los sacrificios, que no han faltado. He escrito a las Hijas de San Pablo de Mumbai expresando mi deseo de conocerlas, y ellas me han invitado ir para “ver”.

Recuerdo aún mi partida desde la estación acompañada por toda mi familia. Desde aquel día dos cosas han quedado impresas dentro de mí: el silencio absoluto y las lágrimas de mi padre. Mi partida me remitía a la de Abrahán porque no sabía a dónde iba, ni qué cosa haría… No conocía a nadie y no sabía el idioma. Una voz interior, extraordinaria, me decía: “¡Camina hacia adelante! Si quieres ser una misionera no debes temer”. Era el 10 de junio de 1970, y por primera vez viajaba en tren: tres días y tres noches, como el profeta Jonás en el vientre del pez. Al llegar, me esperaban las hermanas.

El inicio de mi vida paulina ha sido marcado por mucha sencillez, alegría y fervor. Inmediatamente después de la profesión he sido llamada a ser responsable de la tipografía y después maestra de las postulantes.

“Camina, mi misión no tiene confines”

Un segundo llamado del Señor ha sido el de ser enfermera, dejar una vez más mi pueblo y mi tierra, el apostolado específico de las Hijas de San Pablo, para ir a Italia, al Hospital Regina Apostolorum de Albano. Este llamado, al interno de otro llamado, ha cambiado todas mis expectativas. He quedado sin palabras, me he sentido como el pequeño David frente al gigante Goliat. Pequeña, pobre, insuficiente y confusa. Me preguntaba: “¿Por qué debo servir en una misión que no es la que he elegido entre las Hijas de San Pablo?”. Entonces se ha hecho sentir una voz gentil en mi corazón: “No temas, yo estoy contigo; camina: la misión no tiene confines”.

Así en 1987 he partido una vez más de mi patria y de mi pueblo, del apostolado que tanto amaba. He comprendido que el Espíritu abría ante mí otro camino, porque es el Señor quien mueve todas las cosas y pide una dedición incondicionada y total a quien se compromete a seguirlo. Ha sido verdaderamente un caminar sobre sus pasos, donar la vida por las hermanas y hermanos con valor, paciencia y amor.

Ser enfermera paulina en un reparto de onco-ematología ha requerido mucho sacrificio. Me ha hecho medir el límite y la imposibilidad de ayudar a sanar. El contacto con el sufrimiento, sin embargo, ha sido muy fructuoso: me he hecho más paciente y he comprendido el valor de vivir junto a quien sufre. La enfermedad cambia la vida de las personas: «Cuando soy débil es entonces que soy fuerte» dice san Pablo. He tenido la posibilidad de acompañar a muchas personas en el último trecho de su vida, aprendiendo mucho de los enfermos y de las mismas colegas de trabajo.

Como un arroyuelo

«Ya no soy yo quien vivo, sino que es Cristo quien vive en mí»: esta Palabra ha iluminado mi camino. Hoy, a distancia de cuarenta años de mi primera profesión religiosa, puedo decir que me siento aún muy al inicio del camino que lleva a la meta.

A menudo, mientras medito delante del sagrario, pienso y me identifico con el camino del arroyuelo que parte de la surgente, de las montañas, atravesando pueblos lejanos y diversos, hasta llegar al mar. Me encuentro justamente como un arroyuelo frente al Maestro che dice: «Vengan a mí, todos los que se sienten cansados y oprimidos, y yo los restauraré. Mi deseo es el de abandonarme completamente en Él para ser transportada hacia la gran meta.

Rose Melculangara, fsp