Preludio: ¡la alegría!

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Sucedió que bajo el bombardeo de febrero de 1943, en Frascati (RM) que mis padres, originarios de Albano Lazial, lo perdieron todo. Escondidos en la paja de un camión del Estado Pontificio, llegaron de noche en Umbría a las puertas de Asis en un pueblito llamado Bettona. Vi la luz entre una bomba y el cañón antiaéreo, descubriendo que “bajo el sol”, ¡no solo había miedo sino también amor alrededor para acogerme!

Un día, un colega de mi padre conociendo sus capacidades artísticas, le ofreció un trabajo en el Principado de Mónaco, en el sur de Francia.

En 1950 cruzamos la frontera francesa. Un viaje inolvidable… y un mundo nuevo para descubrir tanto para nuestros padres como para nosotros los hijos.

Dos años después, en agosto de 1952 mis padres quisieron volver a Albano, a costa de muchos sacrificios, solo para volver a ver a sus parientes. ¡Era nuestro primer regreso a Italia! La alegría de mis padres y de nosotros fue muy grande.

Mi padre, hombre de mucha fe, aprovechó esta maravillosa ocasión para que yo hiciera la primera comunión y recibir la confirmación el 15 de agosto en la Iglesia Asunción de María de Propaganda Fides entre Castel Gandolfo y Albano. Por ocho días fui huésped de las religiosas polacas de la Sagrada Familia de Nazaret porque una de ellas hablaba bien el francés. Para mi fueron días de paraíso. El día de la Asunción antes de la Comunión, Madre Bogna, la religiosa polaca, me dijo al oído con mucha determinación: «Pide a Jesús lo que deseas y te lo dará». No lo pensé dos veces: « ¡Señor, haz que me convierta en religiosa como ellas!».

El día después entré por primera vez a la librería de las Paulinas de Albano, acompañada por dos de mis tías paternas. Me regalaron un pequeño libro en italiano: ¡La vida de Imelda Lambertini y un misal en cuero negro y corte dorado franco-latino! Fue entonces que la religiosa más jovencita de nombre Assunta Cantone, que me había aconsejado tales regalos, me preguntó sin rodeos: «¿Qué has pedido a Jesús?». Respondí con franqueza porque sus ojos inspiraban confianza: «Convertirme en religiosa». Replicó: «De las Hermanas Paulinas, ¿no?». No sabía quiénes eran las Hijas de San Pablo; lo supe después. Sin embargo, me sentí muy feliz con su complicidad al haber compartido espontáneamente mi deseo secreto expresado solo a Jesús. Esta religiosa era muy bonita, pequeña, con dos ojos dulces, vivaces pero también sagaces. Hablaba espontáneamente con un lenguaje que entendía. ¡No me hizo ninguna pregunta para saber si yo era una niña buena y obediente! Enseguida la sentí como una amiga y su manera de ser despertó mucha curiosidad en mí: me hubiera gustado saber cuál era su secreto para poder ser tan feliz.

Luego regresamos a Francia y Hna. Assunta comenzó a escribirme y a rezar por mí. Desgraciadamente cada carta suya era abierta por mi padre quien sistemáticamente subrayaba en rojo los errores; luego cerraba con cuidado y escribía invariablemente detrás: «Leído, pero no aprobado. Papá ». ¡Poniendo a prueba mi naciente vocación!

Cada dos años regresaba a Albano en tiempo de vacaciones. Frecuentaba asiduamente la librería donde reinaba este clima de personas felices, alegres, unidas entre ellas. Hna. Assunta me llevó a conocer su comunidad de la Clínica Regina Apostolorum. A menudo jugaba voleibol con ellas el domingo por la tarde notando que incluso en el juego expresaban su alegría. Después continuaba el tiempo de la oración y verlas rezar tan recogidas me estimulaba a rezar mejor.

Todas eran alegres, simples, rápidas, muy felices en su apostolado. Con gran naturalidad y simplicidad sabían estar detrás del mostrador de una librería, subir al púlpito de una iglesia para explicar la Palabra de Dios en las jornadas misioneras del Evangelio; guiar una camioneta, descargar paquetes sin fin… Diariamente entrando en las casas, sembraban la semilla de la Palabra ciertas que luego Dios haría germinar la esperanza y alimentaría la fe en el corazón de los lectores.

¿Por qué eran tan diferentes de otras religiosas? ¿Cuál era el secreto que todas custodiaban?

¡Su secreto era Jesús que ellas siempre llamaban Maestro! En efecto muy pronto me di cuenta que su jornada estaba ritmada de muchas y variadas acciones pero siempre de otro tiempo dedicado a la oración ante el Santísimo. En su serenidad de fondo, transmitían una manera diversa de mirar y de respirar tanto a Dios como a la vida y a las personas. Por lo tanto valía la pena donarme a Dios en la flor de los años, donando toda mi libertad para Él y solo Él. Comencé a imitarlas en el querer respirar alegría practicando la confianza en Dios.

Descubrí a lo largo de los años que en el “apostolado paulino” encontraría respuesta a mi naciente sed de la Palabra de Dios pero también a mi gusto por el arte hecho sonidos, imágenes, literatura, colores, movimiento, sentimiento, fuerzas físicas. Así es como entré en las Hijas de San Pablo en Roma con la frescura y la fuerza con que una joven puede tener cuando se enamora. Fue una elección libre. Todo en mí sufría la fascinación del ideal respirado en contacto con las hermanas Paulinas: seguir la voz siempre más nítida del Amado al decirme su amor y acoger el ser enviada a todos los hombres y las mujeres sus criaturas para contarles, con los instrumentos de comunicación y con mi testimonio de vida gozosa, el Amor de Dios.

Cecilia Ventura, fsp


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