Para narrar mi historia necesitaría un libro

Hna. Carla Dugo

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Carla DugoItalia

Cuando, en el lejano 1987, sor Maria Cevolani, entonces Superiora general, me pidió ir a Kisangani, en Zaire (ahora Rep. Democrática del Congo) por un año, mi sorpresa fue grande. Trabajaba en NovaradioRoma, un apostolado siempre abierto al mundo. De pronto me encontré en una aldea, circundada por la floresta virgen ecuatorial, mucha pobreza y mucho calor, con un alto nivel malario. Con personas en dificultad para preparar una comida al día o cada dos días. La instrucción reservada casi exclusivamente a los varones. La gente sufría y moría por enfermedades no identificadas, moría de malaria por falta de cuidado. Gente sencilla, religiosa y siempre sonriente. Un pueblo con la danza en la sangre; la alegría y el encanto de ver niños que danzaban durante las largas celebraciones dominicales. Todo esto me exigió un espíritu de adaptación no fácil. Los primeros tiempos fueron durísimos.

Amo a esta ciudad que en tres etapas de mi vida me ha visto por veinte años. Después de años de permanencia, llevo en el corazón aún hoy a las personas con sus necesidades. Mis ojos han visto muchos sufrimientos e injusticias respecto a los pobres. Hoy Kisangani es una ciudad con varios millones de habitantes, si bien sigue siendo la tercera ciudad del país. En estos lugares nuestro apostolado es valioso y, en la sencillez de la vida, nos sentimos apóstoles esenciales porque nuestro Centro apostólico en el norte del país cubre una zona de miles y miles de kilómetros; y lo sentíamos aún más cuando los docentes, catequistas y vendedores recorrían tres o cuatro días en bicicleta, o dos día a pie, o con medios de fortuna, para llegar a nosotras. También los misioneros y sacerdotes locales, o aquellos que venían desde las florestas y aldeas lejanas para abastecerse de libros u otras cosas. Era una etapa obligatoria.

¡Qué alegría encontrarlos! El libro, la música, las películas, todo era valioso y es por todo esto que estamos presentes, a pesar de los continuos peligros de guerras o la escasez de personal. Sobre el valor y la importancia de nuestro apostolado, les cuento un hecho que ocupó un lugar particular en mi corazón. Eran los primeros tiempos y había ordenado un libro que llegó después de varios meses. En Kisangani los días de espera para recibir los libros no se cuentan. La persona que había solicitado el libro era pobre; cuando vino a la librería, al saber que su libro había llegado, con un alegre suspiro me dijo: «Hermana, estoy contento que mi libro haya llegado, lo esperaba desde hace mucho tiempo, pero ahora debo hacer una opción: comprar un pantalón o el libro y, a pesar de que tenga este solo pantalón, puedo esperar a comprármelo, en cambio el libro no, porque hoy está y mañana no. Compro el libro». ¡Y su alegría fue grande!

¿Por qué recuerdo este episodio que puede parecer insignificante? Porque me ha hecho comprender profundamente la importancia de ser enviada como apóstol paulina en estos lugares de frontera, porque si no somos nosotras las que alimentamos la inteligencia de estos pueblos, no hay nadie más. Cuando llegué, la Iglesia local estaba formada casi exclusivamente por misioneros. La mayor parte sobrevivientes de los acontecimientos políticos de 1964, tiempo en el cual la Iglesia misionera ha contribuido con muchos mártires, entre éstos la Beata Anuarite, y miles de civiles. Regresando a Kisangani en el 2006, con alegría he visto una Iglesia local floreciente, con algunos problemas, pero con mucha esperanza en el corazón.

Cuando Maestra Assunta todavía estaba con nosotras – se encontraba entonces en la comunidad vía 4 de noviembre en Albano – durante mis vacaciones fui a visitarla; al saludarme me preguntó: «Entonces, Carla, ¿en estos años te ha venido el mal de África?». Quedé un momento en silencio y respondí: «¡No, Maestra Assunta, todavía no! En el Congo no había lugar para la poesía, excepto la hermosura de la naturaleza. He vivido días terribles de guerras, saqueos, miedos, angustias, soñando más bien la paz». Ella me miró, sonrió e hizo un gesto con la cabeza: «Te pidieron ir por un año pero veo que estás todavía allí». Reímos juntas sin comentar.

En sintonía con el Beato Alberione y Maestra Tecla, sentí que a los pobres, a la gente sencilla, a los políticos y a los intelectuales, como paulina, estaba invitada a alimentar la inteligencia, para dar el pan de la cultura y de la verdad y a los analfabetos enseñarles a leer, para que cada uno piense con su propia mente.

Carla Dugo, fsp