Los días de tribulación

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Los días de tribulación que estamos viviendo han dado a la comunicación un rol central: ya sea para hoy, para hacer frente a la crisis sanitaria, como para mañana, para dar una nueva forma al futuro.

Imaginemos lo que habría sido el aislamiento sin esta posibilidad de comunicación.

Imaginemos como sería el mundo si colapsara la red que nos mantiene unidos aunque estemos separados, que permite a la comunidad científica compartir las investigaciones, a la política discutir sobre las medidas a tomar, a la economía cuestionar los límites del desarrollo, sus nuevos y más justos modelos; y a todos nosotros vernos y hablar, trabajar y rezar, reír y sonreír, compartir conocimientos y emociones (vía computer o smartphone) con amigos y parientes donde quiera que ellos estén.

La comunicación digital se ha convertido en la infraestructura social del nuevo tiempo, el lugar principal de las relaciones, del pensamiento compartido y de las acciones comunes. En estos días hemos bendecido la civilización digital por el intercambio que nos ha permitido y por anular las distancias.

¿Pero cómo evitar el riesgo que la dimensión remota sustituya a la proximidad corporal? ¿Que se vean reducidas a cero las relaciones de cercanía? ¿Cómo se puede hacer vivir en la dimensión no corporal la verdad de un encuentro, de un intercambio de pensamiento, de trabajo y de oración?

Aplaudimos en este tiempo el florecimiento de iniciativas espontáneas, capaces de unir lo que antes estaba dividido y convocar a hombres y mujeres de buena voluntad.

También estamos estremecidos, frente a la podredumbre de rencores adormecidos y al renacer de los prejuicios y al resurgir de la tentación de resolver todo señalando con el dedo tal o cual chivo expiatorio.

Nos hemos preocupado frente a las teorías que nacen de la idea que se pueda volver partir de los mismos errores. Nos hemos vuelto a encontrar frente a una encrucijada. Podemos confiar solo en la tecnología o darle alma. Podemos perdernos en la incomunicación, o reencontrarnos en la comunión. Podemos sentir en cada uno de nosotros la responsabilidad de la búsqueda de la verdad, o convertirnos en instrumentos para la difusión de las noticias falsas. Podemos negar o compreender los signos de los tiempos. Podemos comunicar la desesperación o la esperanza. Pero todo depende de dónde basemos nuestra esperanza. Depende de nuestra capacidad de estar dentro de la realidad sin dejarnos corromper por ella. Necesitamos un cambio de ritmo: un cambio de actitud, una mayor confianza, una fe más grande, una mirada pura para dar una nueva forma a las cosas de ayer; para asegurar que el aislamiento no se convierta en soledad; para responder a la unión enferma por la pandemia con la unión sana de las buenas voluntades. Para encontrar un nuevo y más sano equilibrio entre lo local y lo global, necesitamos nuestro testimonio creativo; necesitamos nuestra inteligencia; necesitamos sobre todo nuestra fe y nuestras obras.

También es válido, mirar hacia atrás, antes de la pandemia, para hacer un examen de consciencia.

¿Realmente antes nos comunicábamos? O la comunicación que lamentamos es como las cebollas de Egipto. ¿En qué medida nuestra comunicación construía comunidad? ¿Y en qué medida en cambio grupos cerrados?

Y como entonces, ¿puede esta travesía por el desierto hacernos reencontrar más reales cuando finalmente nos re- encontremos por las calles, en las plazas y en las iglesias?

Paradojalmente, la imposibilidad de encontrarnos, durante el período de cuarentena y la perspectiva de encontranos solo con la debida distancia en el tiempo que vendrá (y que se preanuncia no breve) nos han devuelto el deseo de relaciones verdaderas con los demás. Y nos han permitido redescubrir (en la ausencia) la importancia, la belleza de nuestros cuerpos. Nos ha hecho ver con ojos nuevos nuestros vecinos de casa, de calle, de barrio. Nos ha hecho sentir lo grande que es la tarea a la cual, como creyentes, estamos todos llamados para construir comunidades acogedoras y solidarias.

Ya se ven signos y semillas. Pero es necesario que echen raíces en buena tierra. Depende de nosotros ofrecer en los territorios nuestra red de sentido, de trabajo y de compartir. Como ha dicho el Papa Francisco, la tarde del 27 de marzo, en una plaza San Pedro vacía pero con la humanidad entera reunida en un epocal momento de oración, de nosotros depende «Encontrar el coraje de abrir espacios donde todos puedan sentirse llamados a permitir nuevas formas de hospitalidad, de fraternidad y solidaridad». Esta es la comunicación que debemos ofrecer. Una comunicación basada en las relaciones para combatir el virus de la división. Una comunicación fundada sobre una red que es a la vez un conjunto de global y local. Digital y real. Que esté hecha para unir, no para dividir. Para donar no para vender o comprar. Una comunicación capaz de dar a la tecnología una dimensión que la trascienda. Si la distancia social persiste, si el virus se vuelve endémico, dependerá precisamente de la comunicación asumir el rol antiviral, permitiendo el “nosotros” imposibilitado por la distancia. Separaría el aislamiento de la soledad. Si la distancia social termina, dependerá de cómo hayamos sabido re-construir nuestro “estar juntos”, la manera en que nos re-encontraremos nuevamente.

Contrariamente a lo que a menudo se piensa, “comunicar” no es solo “transmitir informaciones” (que ellas a su vez pueden ser falsas, en vez de verdaderas). La comunicación (también de las informaciones) no se trata solo de asegurarse que las cosa dichas desde el centro lleguen a todos. La comunicación eclesial no es transmitir catequesis de lo alto. Comunicar – lo estamos redescubriendo – es más. Es mucho más. No hay comunicación sin la verdad de un encuentro.

Comunicar es establecer relaciones, es estar con. Comunicar es escuchar. Para nosotros como Iglesia, esto significa generar y hacer vivir un ambiente donde Cristo esté presente en la capacidad de escucha y del testimonio de todos los bautizados que saben poder encontrarlo o que saben que lo encuentran solo en otro. Si pensamos entonces en el después, el tema de la comunicación concierne – como ha dicho el Papa –a otro virus, al virus social de la división. Y es aquí que de nuevo entra en juego la comunicación.

La cuestión es cómo utilizar el celular, la red, para mantener viva la relación encarnada entre personas. Para construir una economía del intercambio, del compartir. Para perfilar a las personas no en base a su capacidad de consumo sino en base a su capacidad de don o de donarse. El don puede tomar muchas formas: se puede donar el propio tiempo, las propias competencias, el propio dinero y la propia oración.

Pero solo cuando las personas perciben que están colaborando para construir un valor reciproco es que están dispuestas a donar. Es el momento de dar vida a proyectos colaborativos para empadronar, refinar, clasificar el excedente comunicativo característico del hombre.

Ha llegado el momento de organizar la comunicación entorno a comunidades organizadas por volumen de contenidos, para redistribuir el superávit de materiales, de conocimientos y de amor.

Todo esto puede permitirnos testimoniar a la Iglesia como una oportunidad de relaciones virtuosas entre las personas, entre las personas y el territorio. En un mundo distinto. Radicalmente diverso. Hoy, más que nunca, es la unión la que hace la fuerza. Aunque nos parezca lo contrario.

Paolo Ruffini Prefecto del Dicasterio para las comunicaciones

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