Esperaba regresar  

Mateo 3,1-12

Juan Bautista se empuja a si mismo fuera de la ciudad, asume la condición de exiliado, para convertirse en signo inequívoco de un exilio nuevo que ni siquiera Jerusalén había podido aún curar: el exilio del corazón. Juan es el profeta de los exiliados de todos los tiempos, de todas las personas que tienen el corazón en otra parte y que esperan un padre capaz de traerlos a casa, de devolverlos a habitar nuevamente la propia historia, la propia carne, el propio Cuerpo. En los ojos de Juan el Bautista, si miramos atentamente, encontraremos también nuestro exilio. Lo que siente quien duerme al lado de una mujer que ya no ama más, a un hombre que ya no reconoce más, a una historia que  ya no escucha más. El exilio que sentimos cuando vivimos en una familia pero que ya no podemos sentirnos parte de ella, exilio de quien vive en una ciudad pero quisiera siempre estar en otra parte, exilio de quien ya no entiende  más el sentido de su trabajo, exilio de quien, mirándose al espejo, ya no se reconoce más. Juan entra en las palabras proféticas de Isaías y grita con amor que es posible regresar a casa, es posible devolver el corazón a casa, es posible reencontrarse a sí mismo y reconocerse de nuevo como hombre. Por eso el precursor, es quien señala la posibilidad de un camino de regreso a uno mismo  que será la gran aventura de un Dios que regresa a casa haciéndose hombre.

Convertirse profundamente es tener el valor de traer a casa lo que somos, reconocerlo, amarlo, custodiarlo y con asombro darnos cuenta que el reino de los Cielos está cerca, es cuando encontramos la valentía de hacernos cercanos a nosotros mismos, por lo que somos, y descubrir que Dios  ya estaba ahí, desde siempre, para contemplarnos con amor.

El corazón regresa del exilio solo si es atraido por un amor ardiente, solo si encuentra la fuerza para enamorarse de nuevo. Pero esto también Juan tendrá que aprenderlo. Convirtiéndose.