Es lindo estar aquí: La alegría de la misión

Sor Giulietta Loda

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Sor Giulietta LodaTaiwán

«¿Quieres partir a Taiwán? Las hermanas tienen necesidad de ayuda y… ¡yo pensé en ti!». Es la voz de la Superiora general. ¿Misión en Taiwán? ¿En Oriente? El sueño cultivado desde mis primeros años se realiza. El pasaporte, los vestidos blancos, el saludo a padres y parientes, todo transcurre velozmente y al final, el 30 de noviembre de 1976, coincidencia, el día de mi cumpleaños, partí hacia el oriente.

Era la primera vez que dejaba Italia y era también mi primer vuelo. Sentada en el avión, mientras miraba el salir y el entrar de la gente, sentía dentro de mí la emoción, el temor, los recuerdos, y muchos interrogantes se mezclaban y se acumulaban en mi corazón con ritmo apremiante como el sonido de los motores del avión llegados al máximo antes del despegue.

Advertía que también para mí había llegado el momento del desapego de mi tierra, la separación de las personas queridas y conocidas, que habían marcado mi historia. Sentí como un escalofrío que atravesó toda mi persona y me obligó a sostenerme en el asiento para sentirme atada a esta tierra, y una duda se asomó a mi mente: ¿seré capaz de tal desapego? Sentí el calor de las lágrimas que espontáneamente descendían en mis mejillas. Mientras descendían sentí más la conciencia de cuán valioso era lo que dejaba y cuán incierto me parecía lo que me esperaba.

El encuentro con las hermanas de la comunidad, el sonido de un idioma totalmente desconocido, los alimentos, los usos nuevos, todo era motivo de asombro, sorpresa, curiosidad, alegría y deseo de absorber y hacer mío este mundo para realizar el sueño cultivado y regado con tantas pequeñas florecillas y oraciones, mortificaciones y sacrificios.

Pero como todo sueño, también el más bello, tiene siempre el momento del desper­tar y esto para mí no fue fácil. Me encontré “nocaut”, cada aspecto de la realidad poco a poco perdía la magia de la atracción y la mo­notonía de la repetición de las cosas, corroía la alegría y, como muchos puños en el estó­mago, dejaban sus moretones en mi corazón. Interrogativos en cascadas entorpecían la calma y las dudas en mi corazón se agitaban cada vez más amenazadoras. Pero entonces ¿era todo equivocado? ¿Por qué ahora el Se­ñor ya no me sostiene, ni aplana el camino que estoy recorriendo en su nombre?

Fue entonces cuando tomé conciencia del hecho de no haber estado suficientemente atenta. Me parecía de haber hecho tanto por Él, en efecto había dejado todo, ¿no? Pero no había dejado mi misma.

Sanada y liberada por el Maestro de la Vida, volví a aceptar el don de la misión y sentí que la misión no es simplemente una posesión, una habilidad cultivada como se cultiva un arte o intereses, sino un don re­cibido gratuitamente del Señor. No es una conquista personal, no es un lugar, es una Persona viva que a través de ti, sigue hacien­do discípulos a todas las personas y uno se transforma en su testigo.

Un día, una joven me preguntó si no sen­tía nostalgia de mis padres y de mi país nati­vo; le respondí que sí, que era grande, tanto cuanto era grande el amor que sentía hacia todos mis seres queridos. Con ojos interro­gantes me pregunté entonces porqué queda­ba en un país tan diverso, tan lejano de las personas que amaba. La única respuesta que pude darles fue aquella que Él me había he­cho descubrir. Sigo aquí sólo porque Dios me ha elegido y me ha mandado, y en Él yo he encontrado todo lo que he dejado y aún mu­cho más. Su respuesta fue: tu Dios debe ser muy importante y grande para poder superar afectos naturales tan profundos.

Hoy, aún en mi debilidad, siento verda­deras las palabras del Papa Francisco: «No pierdan nunca el impulso de caminar por los caminos del mundo, la conciencia que cami­nar e ir aún con paso inseguro y cojeando, es siempre mejor que estar detenidos, encerra­dos en las propias cosas o en las propias se­guridades. La pasión misionera, la alegría del encuentro con Cristo que empuja a compartir con los demás la belleza de la fe, aleja el ries­go de ser atrapados por el individualismo».

El Maestro nos ayude a seguirlo siempre con fidelidad, con íntima alegría y sostenga «nuestra vigilia en la noche, hasta la luz del alba, en espera del Día nuevo».

Giulietta Loda, fsp