¿Cómo viene al encuentro el Señor?

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El Señor a veces nos saca de lo que es­tamos acostumbrados, para hacernos entrar en nuestro mundo, en nuestra exis­tencia. A mí me ha sucedido así, cuando ni siquiera era cristiana. En un año en Francia ha cambiado toda mi vida.

Al obtener la licencia en literatura fran­cesa en Corea, siempre he deseado traba­jar en el campo de la traducción. Por esto, un día, dejé mi trabajo y fui a Francia para perfeccionar el idioma y especializarme en las traducciones. Pero no sabía lo que me esperaba allí…

Después de aproximadamente una se­mana de mi llegada a Angers, sede de la Université catholique de l’Ouest, el Señor comenzó a cambiar el curso de mi existen­cia. El propietario de la casa en la cual alo­jaba me pidió que dejara la habitación a fin del mes por el repentino regreso de su hija. El semestre en la universidad ya había co­menzado y era muy difícil encontrar cerca una habitación libre. Quedé decepcionada y desesperada. Finalmente, una joven pareja coreana, que estudiaba en mi misma escue­la, me dio una noticia increíble: una conna­cional estaba por regresar a Corea por mo­tivos de familia y por lo tanto se liberaba su habitación.

Milagrosamente, escapada del peligro de dormir fuera en el corazón del invierno, me puse en las manos de Dios sin saberlo. El arrendatario era un sacerdote en pensión, aún párroco de una pequeña iglesia, y mi habitación se encontraba en el jardín cer­ca de la casa parroquial. Cada mañana me despertaba el sonido de las campanas como si un ángel me susurrara al oído. El viernes frecuentaba a un grupo que meditaba sobre el Evangelio. La primera misa de mi vida fue aquella del miércoles de cenizas, celebra­da en la escuela con ocasión de la apertura del nuevo semestre. Todo el día sentí reso­nar en la mente las palabras del sacerdote mientras imponía las cenizas: «Polvo eres y al polvo volverás». Poco a poco inicié a frecuentar la misa dominical.

Mi relación con el padre Jean Gautron asemejaba a la de un abuelo con su nieta El padre Jean golpeaba casi cada día en mi puerta y no siempre esto me daba placer. Pero con el pasar del tiempo, me di cuenta de la alegría, de la energía y de la pasión que lo animaba. Me impresionó particular­mente, cómo vivía la pobreza. Me pregunta­ba sobre su serenidad, decidida a descubrir de dónde nacía. Pero no le pregunté nunca nada…

En aquel tiempo, durante mis viajes a través de varios países europeos descubrí tantas iglesias bellas y antiguas. Tres días antes de mí regreso a Corea, en una de es­tas iglesias el Señor golpeó en mi corazón. En Sainte Marie-Madeleine, en París ante al complejo escultural que representaba la Gloria de Santa Maria Maddalena, me sentí profundamente consolada y protegida. Que­dé impresionada y comprendí que había lle­gado la hora de ir a Él.

Al día siguiente, durante la misa en la Catedral de Notre Dame, me decidí a inscri­birme al catecismo. Un año después fui bau­tizada con el nombre de Marie-Madeleine, convirtiéndome así en la primera cristiana de mi familia.

Una vez entrada en mi vida el Espíri­tu Santo, no dejó de guiarla. Durante tres años, desde el día de mi bautismo y has­ta que entré entre las Hijas de San Pablo, muchos “ángeles” mandados por Dios me acompañaron. Durante la formación inicial, cada vez que volvía a leer mi historia descu­bría cuánto estas presencias eran importan­tes para descubrir el proyecto que el Maes­tro tenía para mí.

Agradezco de corazón a todos los que han sido cooperadores del Señor, en primer lugar al padre Jean Gautron, que desde el inicio de nuestro encuentro me ha sostenido y acompañado en el camino vocacional con la oración y con sus cartas.

Marie-Madeleine Lee, fsp


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