No quiero que mi sangre, como la de los galileos, corra junto a la de los sacrificios. No quiero morir con la dramática culpa de los que se ven aplastados por los acontecimientos. Como aquellos dieciocho que vieron derrumbarse sobre ellos la torre de Siloé y tal vez como último pensamiento se preguntaron ¿por qué a mí?
Quiero morir aprendiendo a cavar alrededor de lo que parece muerto, y dar alimento a la tierra aunque parezca agotada. Quiero ser fértil, vivo, yo el fruto maduro en un mundo aparentemente desierto. Yo el fruto divino en un mundo asustado. Quiero cavar alrededor del mundo que ve caer las torres buscando los ojos de las madres sin hijos, de los padres aplastados por el dolor. No te preguntaré más Dios ¿dónde estás? pero cada día quiero preguntarme ¿dónde estoy?
La vida no es estéril porque la sangre fluye o se derrumban las torres. Dios no está ausente porque no interviene y permanece en silencio. La muerte, la verdadera muerte, es no saber construir la esperanza. Yo no quiero “morir del mismo modo”, quiero sentirte en las manos que mueven los escombros, en los dedos que secan las lágrimas, entre los gritos de vidas rotas, entre los corazones rotos de mujeres solitarias.
El milagro no es sanar, resolver la vida, milagro, verdadero milagro es el gesto de cuidado.

